Diáspora Venezolana. – Se le iluminan los ojos cuando habla de Venezuela. Tal cual como el que recuerda su primer amor, ese que tuvo a los 12 años, que tal vez no funcionó pero sí que le dejó buenos recuerdos. A Nestor se le sale uno que otro suspiro cuando tiene que referirse a su país, del cual le tocó salir cuando tenía apenas 27 años.

Mientras unos venían la solución dibujada en una boina, él solo vio problemas. Tal vez ser inmigrante se le coló en las venas bajo su piel morena. Su papá, Martín González, emigró de las Islas Canarias a Venezuela, en medio de la guerra civil española. Justo cuando todo era diferente, Caracas era la ciudad de las oportunidades.

Bien lo supo Nestor. Su nacimiento provino de esa maravillosa combinación de razas. Martín era isleño y María, su mamá, venezolana de pura cepa. Ambos se conocieron, se enamoraron, y además de él, tuvieron otras dos muchachas. Así poco a poco construyeron su hogar, su rincón, su vida.

Lo mismo planeó hacer Nestor aquella primera vez que decidió emigrar a la tierra de su papá en el año 2.000. Sin embargo, las cosas no salieron bien. Aunque viajó junto a su esposa e hijos pequeños la nostalgia pudo más y se regresó a su patria, después de ocho meses. El frío de aquella Santa Cruz de Tenerife no pudo acobijar a ninguno de ellos.

La segunda vez, cuatro años después, volvió a armarse de valor. Esta vez, solo. En poco tiempo consiguió un empleo de comercial, lo que en Venezuela sería un vendedor de tarjetas de crédito. Ganaba por comisiones y la situación no marchaba tan mal.

“El empleo de por sí era inestable, pero verdaderamente lo que me hizo mal fue no tener a mi familia cerca. Esta vez aguanté menos. Solo estuve por cinco o cuatro meses y me devolví, pero con la convicción de que lo intentaría otra vez y con toda mi familia”, afirmó Nestor.

Y así fue. ¡A la tercera va la vencida!, dijo en el año 2006 donde se despidió definitivamente de su tierra. Las lágrimas y el dolor no faltaron. Sabía que no iba a ser fácil, pero ya había trazado un camino que quería recorrer.

Al primer mes, recién llegado, consiguió un trabajo atendiendo una papelería, en la que aún, 10 años después, sigue trabajando con el mismo amor de aquellos primeros días. En poco tiempo pudo alquilar un apartamento, tener para el mercado y pagar sus cuentas. Cosa que no tuvo, ni siquiera, siendo empleado bancario en Venezuela.

“Sabía que no iba a tener los mismos amigos, que no iban a ser los mismos chistes, ni el mismo dialecto, pero sabía lo que quería para mí y eso me hizo mantenerme positivo y dispuesto”, aseguró Nestor.

Hoy, 16 años después del primer salto de valentía, y a sus 42 años de edad, Nestor sabe que Venezuela nunca será España, ni viceversa. La gente es diferente, el clima es diferente, la situación es diferente.

En todos lados no hay quien te reciba con un beso en la mejilla y te ofrezca una arepa, o una sopa si te ven con cara de ratón. No todos saben decir tan rápido, “te quiero”. Ni tampoco conocen el poder curativo de un abrazo si te lo dan en el momento indicado.

Aunque comenta que no se arrepiente de haberse convertido en un emigrante, hay cosas que si lamenta haber perdido.

“Extraño sentarme en la calle a hablar con mis amigos, tomarnos unas cervezas. Extraño ir a una fiesta en casa de alguien, no en una discoteca como se hace en otros países”, suelta con nostalgia.

Estar lejos de los últimos años de vida de sus papás es lo que más le duele. Renunciar a estar junto a ellos, ha sido de las cosas más difíciles que ha vivido.

“Nadie quiere irse de su tierra”, dice cuando recuerda a su papá, el mismo que lloraba internamente no estar cerca de los suyos, así como tanto ha llorado él y su familia. Ser extranjero no es fácil, ni lo será. Pero eso no lo detiene.

Aunque todos los días se enfrenta a un lugar distinto al que lo vio nacer, no pierde su guaguancó. Eso se lleva en las venas. Cada vez que puede y quiere canta salsa y se destaca luciendo sus pasos de baile, esos que aprendió en el barrio Altavista de Catia, donde vivió la mayor parte de su vida y conoció el amor, en 1.60 metros de estatura, lleno de pecas.

¿Qué si le gustaría volver? Lo piensa todos los días. Eso se le nota con tan solo verlo hablar. Por algo aún se sirven empanadas en su mesa y su casa está llena de muñecas llaneras, camisas de los Cocodrilos y los Leones del Caracas. No hay día en el que no hable de Venezuela o se refiera a ella.

No le importa desvelarse viendo un partido de la Vinotinto, hasta el último minuto. Sin importar si van ganando o perdiendo. Le pasa lo mismo que con el país. No importa si hoy está mal y el permanece a kilómetros de distancia. Siempre estará hasta el último minuto, ahí, con las botas puestas y el tricolor a flor de piel.-

Sinaí Pérez
Sinaisinai77@gmail.com

 

 

Una respuesta a “Tres despedidas y un adiós”

  1. Wao mejor descripción imposible, ese eres tu querido amigo,esa es tu historia, Dios te continúe bendiciendo y dando la fortaleza y sabiduría para seguir tomando las decisiones en el momento indicado. Un abrazo.

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