La primera elección que recuerdo fue cuando ganó por primera vez Hugo Chávez. Tenía unos siete, casi ocho años y recuerdo acompañar a mi tía al centro de votación, donde me dieron un lápiz y un tarjetón de muestra y para mí todo el proceso, la democracia, era algo mágico. Yo no sabía qué hacía el presidente más allá que hablar en televisión de vez en cuando y que eran los partidos más allá que cuadritos de colores en una tarjeta pero la emoción de la gente, la emoción de ver mi familia, mis vecinos, todos reunidos por esto. Nunca había visto algo así.

Entonces Chávez ganó y nos alegramos por un tiempo y luego vimos que la cosa no era tan buena. No recuerdo el momento exacto que mi familia se desilusionó con Chávez pero sé que cuando andaba jugando béisbol con Fidel Castro allí ya era una figura que generaba rechazo y burla. Un mal chiste. Entonces hubo referendos, huelgas, un intento de golpe de estado, protestas, elecciones y Chávez siguió inmutable, sino peor.

Poco a poco el país se fue acoplando y la gente pareciéndose más a él. Chávez decía algo en sus interminables programas dominicales y el país lo comentaba el resto de la semana. La Oposición, ese heterodoxo grupo que apoyo a pesar de los dolores de cabeza que me ha dado y me sigue dando, siempre se ha definido y continuado como una aglomeración de tendencias vagamente aliadas en contraposición a Chávez y el chavismo.

Sin embargo, a pesar de todo el sufrimiento que ha causado siento que hay cosas por las que estoy agradecido. Crecer con Chávez me ha vuelto alguien político. Alguien quien tiene que definir y defender lo que cree en los momentos menos esperados, y al mismo tiempo, alguien quien debe asumir los errores y circunstancias que llevaron a Chávez al poder: una crisis económica abriendo una brecha entre ricos y pobres, una élite política cada vez más desconectada con la situación del país, una sociedad acostumbrada a las vanidades y al gozo en vez de la planificación y el trabajo. Esto me ha impulsado a desear y luchar por un mundo donde no haya circunstancias que hagan que la gente aclame en brazos levantados otro caudillo.

Cuando Chávez murió yo estaba devastado. Como muchos, yo sospechaba que ya llevaba varios meses muerto pero era el momento, el peso del momento, con los mandatarios y gente de la calle llorando en su velorio en la Academia Militar. Más de la mitad de mi vida definido por un mismo hombre y ya no estaba. Fui una mañana a la cocina del apartamento y oí en la calle unos niños jugando baloncesto.

Esos niños me hicieron dar cuenta que estos seres que parecen gigantes, que proyectan una enorme sombra sobre los demás, son pasajeros, aunque a veces parezca tan difícil creerlo. La vida sigue y nacen nuevas generaciones y a ellos, a quienes pertenece el futuro, hay que cuidarlos y educarlos para que no repitan errores del pasado y darles mucho amor para que no se vuelvan indiferentes ante las injusticias del mundo.

Sé que hay muchos que han vivido más y que tienen experiencias mucho más amargas que las mías. Para ellos y muchos otros mis palabras sonarán ingenuas y fuera de lugar para estos momentos, en esta lenta e interminable tragedia, pero creo que la solidaridad es primordial y el intercambio de ideas saludable. Eso es otra cosa que he aprendido con los años.

José González Vargas

gonzalezvargas91@gmail.com

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