
El susto que no se va.
Emigrar es saltar con paracaídas y que en el camino no se abra. Es agarrar el arroz con el tenedor, abrir la boca y que se desparrame todo. Es sentir que estás de pie y que te jalan la alfombra. Es estar seguro de que vas a caer y va a doler, pero luchar para que el golpe no sea tan fuerte. Emigrar es la seguridad de lo incierto.
Por: Elvimar Yamarthee
Cuando daba clases de natación con mi papá nos tocaba subir a los alumnos en los trampolines y plataformas y enseñarlos a perder el miedo. Como yo había practicamente nacido en el agua, mis miedos eran mínimo en comparación con ellos. Los trampolines de 1 y 3 metros y la plataforma de 5 era pan comido para mí, pero la de 7 y 10 eran otra historia.
No sé si consideraba valientes o locos a quienes subían a ellas.
Un día, hace varias primaveras, decidí atreverme.
Subí primero a la de 7 metros, miré hacia abajo y recordé las veces que mi papá decía “desde 7 se ve como un tazón de sopa y desde 10 como una taza de café” y bastante razón tenía. El brinquito en el estómago junto con las ilusiones creadas por nuestro cerebro nos hacían creer que, saltando muy lejos, caeríamos fuera de la piscina. Sin pensarlo mucho porque corría el riesgo de arrepentirme, salté y, sorpresa, me gustó.
Tiempo después llegué a la temible 10.
La primera sensación que tuve era que toda la estructura se movía como loca y que en cualquier momento una paloma me atropellaría en pleno vuelo. Nunca en la vida había tenido tanta consciencia de la altitud como ese día. Sentía que las piernas me temblaban, que el corazón se me salía, que las manos me sudaban, pero la regla debía cumplirse: las escaleras solo son para subir y solo hay una forma de bajar. Decidí verlo como una meta alcanzada o alguna de esas cosas chéveres que leemos en libros de autoayuda sobre el gran salto y qué sé yo. Además, la hija del profesor no podía quedarse atrás. Tenía un linaje que defender.
Años después me enfrenté a otro salto, solo que para este no había piscina, ni plataformas, ni alumnos ni nadie que viera que no me rompiera el cuello. Años después emigré y entendí por qué salté aquella vez de la plataforma de 10 metros ante un par de decenas de ojos curiosos.
Emigrar es saltar con paracaídas y que en el camino no se abra. Es agarrar el arroz con el tenedor, abrir la boca y que se desparrame todo. Es sentir que estás de pie y que te jalan la alfombra. Es estar seguro de que vas a caer y va a doler, pero luchar para que el golpe no sea tan fuerte. Emigrar es la seguridad de lo incierto.
Es ese sustico en la barriga de no saber si lo harás bien al día siguiente, de darte cuenta de que los feriados a veces no tienen razón de ser y que la Harina PAN ya no es una prioridad en tu vida. Es dejar de tener el cabello negro y pintártelo de amarillo porque sabes que tu mamá no te va a querer arrancar las mechas, pero a la vez extrañar ese abrazo que te junta el alma. Es vivir solo por primera vez, aunque vivas con mucha gente.
Yo era una niña cuando embarqué en el Aeropuerto La Chinita aquella mañana fría con vientos huracanados. Era una niña cuando en Maiquetía las palabras de mi madre me hicieron llorar e incluso creo que era una niña cuando me dijeron “Bienvenida a Brasil” y me sellaron el pasaporte.
La única cosa de la que estoy 100% segura es que ya no soy más esa niña. Ahora conozco el nombre de un montón de calles, líneas de autobuses y estaciones de metro como si me hubiese criado aquí. Conozco con exactitud el itinerario del metro y hasta me permito cabecear en autobuses con la seguridad de que abriré los ojos en mi parada. Me río de chistes en portugués, me siento tan brasilera como la samba y hago planes para cuando pueda nacionalizarme.
Sin embargo, el sustico sigue ahí, en la boca del estómago.
¿Lo estaré haciendo bien? ¿Mis padres estarán orgullosos? ¿Estoy preparada para que todo salga mal? ¿En serio me siento bien o solo finjo?
Y entonces pienso en todas las veces que el mundo se me iba a acabar y no se acabó.
Como aquella vez en la que dije que me moriría si no iba al concierto de RBD. No fui y tampoco me morí. O aquella vez en la que dije que moriría si no besaba al que me gustaba. Nunca lo besé y tampoco morí. O cuando pensé que moriría si me separaba. Me separe y tampoco morí. He tenido tantos posibles acabos de mundo que no han sucedido, ¿entonces qué me hace pensar que se acabará esta vez? Tal vez la incertidumbre de ver la inmensidad de este país, el sentir que me creo más de lo que soy, la certeza de que no tengo a nadie más que a mí misma o el deseo de ayudar a más gente pero sabiendo que primero debo ayudarme a mí. A lo mejor a veces se me olvida que soy la hija del dueño del mundo y que él no lo acabaría sin antes dejarme cumplir mi propósito. A veces se me olvida que antes pude y que siempre, quiera o no, podré.
Podré porque tengo gente mirando, gente que confía en el potencial que yo no veo, gente que celebró conmigo mi lavadora o el jean o las zapatillas que me compré este mes. Podré porque la fila anda y no espera por nadie. Podré porque sé a dónde no quiero volver y tengo la mira puesta en el lugar al que quiero llegar.
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