Por: Elvimar Yamarthee

Cuando decidimos emigrar, casi siempre pensamos que las cosas serán ligeramente más fáciles de lo que realmente terminan siendo.

No me refiero a los idealistas que creen que serán millonarios en unos meses, sino a los jóvenes que, como yo, pensamos que nuestra formación académica o laboral nos abriría un camino (por muy pequeño que fuese) en nuestro nuevo hogar.

Pero no siempre las cosas suceden como queremos. Terminamos durmiendo en un colchón (casi siempre inflable de eso que cuestan menos de $20), usando la maleta que nos acompañó durante el trayecto como almohada o como closet permanente, comiendo pan con mortadela sentados en el piso… Y eso nos sabe a gloria.

Comenzamos a enamorarnos de una nueva ciudad, a conocer sus calles como si siempre hubiesen sido las nuestras, adaptándonos a un metro, autobús o tren que sí pasa en las horas que dice que pasará y degustando comidas de las que antes no teníamos la más mínima noción de que existían.

¿Y donde queda la otra parte? Esa de la que nadie habla, la que todos disimulamos. Esas relaciones que no duraron, esos amigos que cambiaron y esos sueños que dejamos guardados mientras respirábamos profundo y aguantábamos la lágrima inminente.

Salí de mi país con una idea de cómo sería mi vida y me encontré atrapada en una red de maltrato y desconsideración. La persona en la que más confiaba resultó ser nada más que un desconocido y la decepción se instaló en mi cuerpo, pero lo más sorprendente es que la sensación no era nueva, sino que se fue formando como esas inmensas bolas de nieve que vemos en televisión. Me tocó arremangarme los pantalones y tomar las riendas de mi vida de nuevo cuando nunca debí habérselas dado a otro para empezar.

Me alejé de amigos que no respondían un mensaje de buenos días porque pensaban que les pediría dinero, tuve que escuchar varias veces un discurso vacío de superioridad por estar legal en un país distinto al mío y considerado mejor y aprendí, a la mala, que tender la mano a otros de corazón no siempre es la respuesta.

He vivido en cinco casas en año y medio después de haber vivido en casa propia toda mi vida (mudándome solo una vez). He tenido que aprender donde poner clavos y donde no para no dejar marcas permanentes. Aprendí que una lavadora está lejos de ser un lujo para quien trabaja todo el día, que las neveras no siempre vienen con las casas y que la luz puede ser muy cara si tienes un aire acondicionado.

También aprendí que la diferencia horaria hace que me duerma hablando con mi mamá, que a veces ella me llama con claridad y yo le respondo en oscuridad, que mi papá aún no entiende bien el delay que hay en las llamadas y por eso a veces no nos entendemos.

Aprendí que amo a mi hermano más de lo que siempre admití, que extraño que caiga en mi cama para abrazarme y darme un beso antes de salir corriendo, que espero que cuide a mis tres perrhijas tan bien como lo haría yo y que desearía
sentarme una vez más en el frente de la casa.

Aunque después de ese pensamiento, siempre miro el porche de donde vivo y veo una silla en la que mi mamá amaría sentarse o una mesa donde sé que mi papá cortaría carne mientras mi hermano mira que la parrilla prenda como es.

Me imagino ver en ellos la tranquilidad que yo siento cuando voy al supermercado y digo «me provoca comer esto» y simplemente lo compro.

Pienso en mi mamá quejándose porque tiene que comprar mangos o porque los plátanos parecen cambures; em mi papá diciendo que tal vez la harina no sea tan mala o mi hermano preguntando cuál sería el equivalente de algo que nunca ha probado.

Muchas veces he sido criticada por mi irrevocable decisión de no volver al país que me vio crecer, pero la realidad es que ese país ya no existe. Inclusive, el país que dejé hace año y medio tampoco existe ya.

Una bruma densa lo cubre y hace que mute velozmente, haciendo prácticamente imposible que los que estamos afuera le sigamos el ritmo.

No quiero volver a un lugar donde no pueda caminar sin sentir que soy perseguida, donde no pueda contestar una llamada porque es instantáneamente una sentencia de muerte, donde puedo pasar cuatro horas esperando el único autobus que me llevará a mi destino, donde comer carne es un lujo y donde viajar es solo para gente rica.

Ese no es el país en el que deseo que mis hijos crezcan, por eso emigré y día a día voy adoptando un poquito más la forma de ser del lugar que me acogió.

Tener un acento nuevo no es malo, hablar graciosamente otro idioma tampoco, preferir una comida nueva en lugar de las tradicionales que comiste desde niño tampoco está mal. Es por adaptación que tendremos éxito en esta carrera de obstáculos que decidimos afrontar el día que miramos por última vez nuestro hogar.

Síguenos en nuestras redes sociales:

Youtube: https://www.youtube.com/c/DiásporaVenezolana

Instagram: https://www.instagram.com/diasporavenezolana

Twitter: https://twitter.com/diaspvenezolana

Facebook: https://www.facebook.com/DiaspVenezolana

Una respuesta a “Emigrar y no morir en el intento.”

  1. Ánimo. Lo estás haciendo muy bien, Elvimar. Duele decirlo, pero, en efecto, nuestro país ya no existe. Hay otro que, no dudo, mejorará.Lo hará con la ayuda de quienes se han quedado evitando que se evapore (nuestras familias, incluidas) y de la diáspora, que contribuye a expandir el gentilicio y a dar visibilidad a Venezuela. Son muchos compatriotas los que crean emprendimientos y empleos en el país de acogida; quienes ayudan a crear nuevas tecnologías y quienes aportan en conocimiento a esas sociedades. Sé que podremos ayudar y aportar desde donde estemos. Un abrazo.

    Me gusta

Deja un comentario

Tendencias