Por: Carlos da Silva

Tienes nombre, virtudes, defectos y particularidades que dan un carácter específico. Yo en lo personal te encuentro anarquicamente encantadora. Eres indefinible.

Pero ya no te siento. Ya ni siquiera te puedo ver. Sé que aún existes, sé que respiras, sé que sigues viva. Pero no ya no eres la misma. Estás en alguna especie de coma inducido.

He visto como aquello que te daba vida se ha ido apagando. Es como si tus órganos comenzaran a fallar.

Escuché que te maquillan de vez en cuando, para disimularlo tus achaques. Hasta te visten cosmopolita de vez en cuando para que la gente se distraiga y no piense mucho en esa enfermedad que te carcome, pero no pueden engatusar al que te admira desde lejos.

No me engañan, ni a mi, ni a ti, ni a nadie. Quizás engañen a los activistas de la mediocridad que se tapan los ojos y se hacen los desentendidos ante tu debacle. Me duele verte así, moribunda, agonizante.

Aunque tu estado es triste y fui yo quien se alejó de ti jamás conseguiria olvidarte porque escondes mis travesuras y también mis amarguras. ¿No lo recuerdas? Porque yo sí rememoro cada parte de ti.

Incluso tengo presentes aquellos lugares que solíamos frecuentar y que ya no existen.

Cuando cierro mis ojos te veo bailando conmigo en cuanta rumba celebraste.

Disfrutando en cada concierto que organizaste. Viendo películas junto a mis amigos en todos los cines a los que me invitaste. Cuidaste de mi y de mis hermanos cuando andamos en los carritos eléctricos de la Plaza Bicentenaria, en Paseo las Delicias me secaste las lágrimas, pero también te reíste conmigo a carcajadas. En la Redoma de la Facultad me viste preocupado por cualquier materia de la universidad que al final no fue nada  importante. Por allá cerca del Obelisco de San Jacinto nos emborrachamos juntos, en el Centro Hispano cantaste conmigo en aquella boda, en El Toro me mostraste a los fantásticos y salvajes animales del zoológico, en la plaza Bolívar nos reímos de los disfraces de otros niños mientras yo era un flamante pirata durante algún carnaval , nos regocijamos cuando por fin recuperaron y reinauguraron el Teatro de La Opera, en la Maestranza discutimos sobre la polémica de las corridas de toros.

Me acompañaste a ver muchos juegos de béisbol. En Marapan fuiste testigo de más de una de mis citas fallidas y hasta estuviste ahí cuando nació mi hijo. La Torre Sindoni me dio la oportunidad de apreciar tu incoherente belleza desde las alturas, pero ahora que lo pienso me acuerdo claramente del día en el que me enamoré de ti: cuando vimos aquel Avión. Sí, el de la Redoma. Nos imaginamos ese avión se habia averiado en ese lugar y deducimos que había sido más fácil colocarlo en ese pedastal que reparar aquel armatoste. Esas cosas de niño que nunca se me olvidan.

Y es que en ti se depositan mis memorias, las felices y las que no lo son tanto porque siempre estuviste conmigo.

Coño, Maracay, yo te viví radiante, pujante, ruidosa, caótica. Y me haces falta, fue duro haberte dejado atrás, y a pesar que fui yo el tomó la decisión a veces pienso que no tuve otra opción. Sin embargo, mientras esté vivo siempre soñaré con el día en el que nos volvamos a encontrar. Con el día en el que con un abrazo me inundes con tu calor y me permitas largar estos enormes abrigos de una vez por todas. Deseo volvamos a ver los colores de tus atardeceres y sintamos juntos la brisa fresca de tus mañanas.

Yo necesito que seas la mejor versión de la Ciudad Jardín jamás vista. Quiero que escuchemos otra vez el ruido que llenaba todas tu calles y avenidas. Porque hasta eso lo extraño.

Aunque tengo la certeza que quién más te extraña es quien aún te habita.

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