Por: Davy Noguera

Me gusta levantarme temprano y salir a correr por el bosque bajo la lluvia, sentir cómo la ropa se moja y se vuelve pesada mientras me muevo, y regresar a casa caminando casi sin aliento.

Me gusta escuchar mi propia respiración y los crujidos de mis huesos cuando me estiro. Y ver a la gente que usa paraguas y viste gabardinas batallar contra el viento para no mojarse.

Me gusta el olor a tierra removida que impregna la casa luego de que ha dejado de llover y tomar algún té caliente con mi esposa sentados en la terraza y hablarle de mis planes para algún libro que he querido escribir siempre pero que nunca escribo.Y reconocer en sus ojos la ternura que se le obsequia a los niños que sueñan con ser astronautas.

Me gusta la voz de nuestro hijo que nos interrumpe para proponer algún juego de fantasía con la frase tú eres galleta y yo soy chocolate. Y alzarlo entre mis brazos y decirle que el chocolate me gusta mucho y jugar a que me lo como mientras él ríe a carcajadas y pregunta en un castellano moteado de palabras alemanas si sabe rico.

Me gusta saber que no estoy solo a pesar mi exilio. Que puedo cerrar los ojos y sentir el Mar Caribe mojándome los pies y el sonido de las palmeras cargadas de cocos e imaginar las caras de mis viejos amigos sonriéndome desde lejos.

Me gusta el recuerdo escondido en el maíz empapado de mantequilla derretida y la carne asada cuyo sabor es el mismo en todas partes, aunque en verdad no lo sea. Y el caluroso abrazo con que me saluda el griego con el que trabajo. La complicidad de su voz cuando me dice que nosotros, los del sur, somos iguales, que es lo mismo que decir te entiendo.

Me gusta mirarme en el espejo, seguir las lineas de mi cara, mis cejas negras y mis ojos oscuros, tocarme el cabello y sonreír pensando parezco una concha de coco o una estopa, y estar contento de ser un mestizo.

No me gustan los largos discursos sobre el futuro, ni la gente que planifica la cena cuando aún no ha terminado de comer el almuerzo. Ni las colas en los mercados o las cajeras que nunca dan los buenos días, o saber que en alguna parte hay personas que prefieren los perros a los niños.

Detesto el olor intenso de los desinfectantes y nunca saber si mi madre me miente cuando hablamos por teléfono. Odio el sabor a cenizas que me queda en la boca después escuchar las noticias en la radio y la imagen de mi país como un terreno al que le pasa por encima una aplanadora.

No me gusta el agua fría de la nevera ni las salsas de espinaca ni tocar el hierro congelado con las manos. Detesto la gente que va al baño y deja la puerta abierta y la autopista que construyeron cerca de donde vivo, justo en el paisaje que se pintaba en mi balcón. No me gustan los días cortos y las noches largas en los que uno entra al trabajo cuando está oscuro y sale cuando ya ha anochecido, ni la pesadez del aire en las aulas cuando se acaba el oxígeno y nadie quiere abrir las ventanas, ni contestar el teléfono o llevar a mi hijo solo al médico por miedo a no comprender una palabra y tirar mi felicidad estúpidamente al caño.

Sobre todo odio las horas en que ando melancólico o desarraigado y olvido que aquí he encontrado un hogar y una familia, y solo pienso en el país de mi infancia como un recuerdo condenado para siempre al olvido.

@DavyNoguera

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Una respuesta a “Gustos y disgustos de un exilio”

  1. Tal cual las cosas que amamos y odiamos de estas latitudes.
    Yo amo la libertad y detesto la dictadura, pero son esos pequeñitos detalles que describes, los que nos llenan o vacían los días…

    Gracias!

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