
Hoy, te echo de menos.
Yo crecí en una casa humilde llena de amor y esperanzas.
Por: Domariluz Contreras
Crecí en una casa pequeña pero con un gran patio, pegada a la montaña, y frente otra montaña mucho más grande que dibujaba un precioso valle donde vi los más bellos amaneceres y las puestas de sol más espectaculares.
Echo de menos esas vistas.
En mi patio cruzaban de lado a lado infinidad de bichos: iguanas, serpientes, lagartijas, ratones, insectos, escorpiones, arañas, pájaros de todos los colores y tamaños, ranas, sapos, etc.
A mi madre siempre le gustaron las plantas y el patio de esa casa siempre estuvo copado de helechos, flores, palmeras y árboles de frutas. En los días de lluvia, la neblina tapaba esas montañas y me encantaba pasar horas pegada a la ventana viendo como corría el agua hasta caer en forma de cascada por la alcantarilla.
Echo de menos ese olor a tierra, a humedad, ese olor a “vivo en Venezuela” y “vivo entre 2 montañas”.
Las ranas no paraban de cantar, y cuando dejaba de llover, la banda sonora la ponían las chicharras, (mi madre decía que chirriaban porque querían más lluvia).
En aquellos días calurosos, mi madre ponía la manguera y jugábamos a carnavales.
Echo de menos esos días, en realidad, todos los días desde que ya no estoy con ellos.
Echo de menos:
- El silbido de mi abuela anunciando que llegaba a casa.
- El sonido de las 3 bocinas que tocaba mi padre en su coche anunciando que llegaba a visitarme ó a buscarme para ir a pasear.
- El olor del cuello de mi madre cuando me arropaba al acostarme.
- Jugar con mis hermanos.
- El olor de aquella casa, el ruido de la lluvia sobre el techo de asbesto y zinc, incluso echo de menos hasta los gritos de mis vecinos.
- Aquellas largas tardes que mi madre y yo pasábamos en el pasillo de esa casa pintándonos las uñas y haciéndonos trenzas en el pelo.
- Todo cuanto viví, aprendí, jugué y lloré en esa casa.
Yo crecí en una casa humilde llena de amor y esperanzas.
Yo viví en los Valles de Aragua, en un barrio llamado Maleteros en la Victoria.
Un barrio que algún día fue tranquilo y seguro.
Al norte de mi querida Venezuela y a una hora de la primera playa en pleno Mar Caribe y a medio minuto de la primera de esas dos montañas.
Ahora vivo a 8.500 kilómetros lejos de aquella casa, pero cada noche cierro los ojos y viajo, vuelvo a ser la niña que jugaba entre esas montañas, que las escalaba, que patinaba entre sus calles y la que pegaba el grito: ¡Mamaaaaaá correeeee que hay una culebra en el patioooooo!…. (Y ella salía con el machete en la mano gritándome hija métete en la casaaaa.)
Ahora vivo en una ciudad enorme que no tiene montañas, pero que me brinda la posibilidad de ser feliz caminando por sus calles a cualquier hora del día y la noche, donde vivo con el amor de mi vida y en donde tengo a grandes amistades.
No se puede tener todo a la vez, pero aunque soy feliz, no dejo de extrañarte Venezuela.
Hoy más que nunca te echo de menos.
Pero aquí sigo, sudando la gota gorda para poder hacer magia con el sueldo y que me alcance para vivir aquí y poder mandar medicinas y dinero porque por mi familia seguiré haciendo lo que sea, aquí y donde sea.
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Me encanta. Narrativamente, sencillo y precioso. Yo también echo de menos el sonido de las chicharras. Y, como vivía en Caracas, creo que cuando vuelva a escuchar el zafarrancho de las guacamayas se me saldrán unas lagrimitas.