Provengo de una familia católica, pero no en exceso practicante. He celebrado alguno de los sacramentos y también uno que otro domingo de niños nos llevaron a misa. Aún así, sin caer en fanatismos, nuestros padres nos inculcaron creer en Dios, siempre defendiendo que para creer en él no era indispensable ir a la iglesia, que Dios habitaba en nuestro corazón.

Con los años, la madurez y después de varias experiencias de esas que te hacen cuestionar tu fe, me volví más cínica y hasta solía bromear con una amiga muy querida, que éramos ateas y cosas por el estilo, pero sin abandonar en mi fuero interno mis conversaciones con el.

Luego emigré sola con mis hijos y fui víctima de mis miedos e inseguridades, padecí depresión y ataques de ansiedad, porque a pesar de ser mi decisión el cambiar de país, es mucha la responsabilidad y las cosas que lograr. Y en esas circunstancias, te das cuenta, estás sola, ante todo lo nuevo y desconocido, eso que supone un reto diario, y en ese instante, surge la necesidad imperiosa de conectar con lo éramos, con algo que nos lleve a casa, que nos arrope y que nos recuerde el abrazo de los que amamos, que nos haga sentir protegidos, es ahí, en ese instante, que volvemos a Dios.

Así, de manera hasta inconsciente, empezamos a poner las cosas en sus manos, que nuestra familia en Venezuela esté bien, nuestro anhelo de tener salud para capear el temporal, esa preocupación que no queremos trasmitir a los nuestros por el tlf, porque pensamos ¿de qué vale preocuparlos, si están lejos?, en esas jornadas de trabajo interminables cuando sentimos que el cuerpo ya no nos da, en esas veces en las que nos mordemos la lengua para no responderle a un jefe grosero e inhumano, porque necesitamos el trabajo, en esa entrevista que esperamos que haya salido “bien”, en esos últimos días del mes, en los que estamos en números rojos o ante cualquier dilema.

Y entonces, empiezas a oír en el eco de tus conversaciones cuando sueltas sin reparo un “gracias a Dios”, un “si Dios quiere” o un “en nombre De Dios”, o cuando vuelves a pedir o dar la bendición, con la esperanza de que esas bendiciones también impregnen tu vida.

Así es la fe del inmigrante, es una muleta, un apoyo, un hombro invisible en el que llorar y reposar esos días en los que la vida duele, es un pedazo de hogar allá a donde estemos. Muchos te criticarán por pensar de esta manera y por expresarlo como hoy lo hago yo, pero no te preocupes, quiero que sepas que Dios es amor, no fanatismo, y que cada vez que creas en ti mismo y des lo mejor de ti, estás creyendo en el.

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