Por: Zeudy Acosta Paredes

 

De los 84 años que tiene, 25 los vivió en Venezuela.

Primero huyó de la guerra en Portugal conformando a ese grupo de madeirenses que se radicaron para bien en nuestro país. Aprendió el valor del trabajo – como la mayoría de ellos-, desde muy joven. Empezó en una fuente de soda con jornadas que superaban las 12 horas diarias. Un día quizo cambiar aquello y montó un taller mecánico en Boleita.

Conformada ya una familia, esposa y dos hijos varones, Isidro fue creciendo económicamente y digamos que tenían una vida sin lujos, pero muy bien plantada. Clase media con privilegios y gustos que provenían del sudor de su frente, literalmente.

Cuando llega a Venezuela, después de un eterno viaje en barco, por allá a finales del 57 a punto de quebrarse la era perejimenista, tuvo la oportunidad de conocer poco de aquel régimen, pero sí de la democracia que devino con Rómulo Betancourt, Raúl Leoni y Rafael Caldera.

El taller subía la santamaria bien temprano y cerraba con la puesta del sol, de lunes a sábado, por lo que el domingo era para la familia, y los amigos conterráneos. Paseos a La Guaira, a Tacarigua de la Laguna, también los valles de Aragua y cualquier otro lugar de esparcimiento.

Un día de alegrías, se convirtió en nefasto al llegar a casa al encontrase con que los habían visitado los amigos de lo ajeno. Años de sacrificios se habían montado en un carro desconocido, con un destino que jamás supieron. Pero esa no fue la primera ni la última vez. Entonces hubo arma de fuego de promedio y otros hechos que lamentar. Ya los hijos dejaban de ser niños (12 y 17), y el temor crecía. La delincuencia comenzaba a tomar por asalto las noches de dulces sueños, por lo que deciden emigrar por segunda vez, pero esta vez, retornando a su país natal. De eso ya hace más de tres décadas.

Hace unos cuantos años que Isidro ya no es el mismo, se pierde con frecuencia entre presente y pasado, pero hay cosas que están selladas en su memoria. Hoy le estaba ayudando a comer y tenía una energía poco usual. Un día bueno frente al Alzhaimer. Devoró sus alimentos con deseos y se sintió satisfecho, así que le dije:

– Choca esos cinco.

Me mira a los ojos y luego ve mi mano que espera ansiosa la suya. Como no consigo mi propósito acudo a otro recurso.

– Anda, ¿recuerdas que esto es de Venezuela? Choca esos cinco ¿Te acuerdas de mi país, de Venezuela?

Su rostro se transformó cerrando los ojos, pero con la expresión de quien acaba de probar un dulce manjar, como quien se siente reconfortado y pleno. Y seguidamente me respondió:

-A Venezuela la llevo en el corazón.»

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