A José Daniel, te fuiste tan rápido que no pude decir adiós. Te amaré por siempre

Por: Elvimar Yamarthee

Cuando estamos lejos de nuestro hogar nuestro mayor miedo es perder a alguien. No basta con perder cumpleaños, aniversarios, nacimientos y tradiciones, también tenemos que lidiar con el dolor de enterarnos del fallecimiento de un ser querido por llamada o por mensaje sin poder ni siquiera abrazar a quien nos daría apoyo. Creo que uno nunca se acostumbra a eso y el día que lo hagamos con certeza dejaremos de ser humanos. 

Soy una gran fan de Grey’s Anatomy. Creo que nadie en el mundo ha detallado tan a fondo una escena como yo o ha llorado tanto por el final de una temporada. Una de las frases más icónicas que Meredith le dice a Cristina durante la primera temporada es ‘‘tú eres mi persona’’. Esa frase se repite por lo menos 2 veces cada temporada y debo admitir que, aún siendo gran fan, nunca le busqué el significado real. Supuse que era una frase hecha y listo, que fue diseñada para engancharnos en algún giro de la trama o que solo los estadounidenses entenderían a qué se refería… pero me equivoqué.

El concepto de ‘‘persona’’ que Shonda Rimes decidió usar un día aleatorio es alguien que puede o no ser tu pareja, que puedes o no haberla conocido hace años y que pueden o no tener contacto frecuente, pero es quien te recogerá del piso cuando no puedas más, quien te limpiara las lágrimas y los mocos aunque deba hacerlo con su propia manga; quien se quedará horas al teléfono velando tu sueño, quien sentirá tu dolor como propio y te hará sentir que perteneces a algo mayor. Yo tuve una ‘‘persona’’ y, aunque nunca nos llamamos de esa forma, él era mi alma gemela. 

José Daniel, Daniel o Bebé, llegó a mí hace muchos años, tantos que ni siquiera recuerdo haberme presentado o haberle estrechado la mano. Simplemente creé consciencia de que el mundo era mundo con él a mi lado. Nos conocimos en la iglesia, en el movimiento que le dio forma al matrimonio de mis padres, que me abrió los ojos a la espiritualidad, que me hizo guía, que me hizo feliz, que me hizo sentir que estaba en la tierra con un propósito mayor que simplemente casarme y tener hijos. Nací para servir y, como dijo la Madre Teresa, ‘‘quien no vive para servir, no sirve para vivir’’. Daniel también nació para servir, tal vez por eso Dios, al ver su infinito valor, decidió que lo necesitaba arriba porque su misión abajo ya estaba completa. 

Teníamos casi 2 años de diferencia, pero eso no evitaba que él siempre se portara como mi hermano mayor, así que en tono de risa siempre le decía que era ‘‘mi hermano mayor- menor’’. Yo era la mayor en mi casa, así que siempre tuve ese impulso de cuidarlos a todos… Tener a alguien que cuidara de mí era tan reconfortante. Daniel no fue una sola persona para mí durante nuestros años juntos y eso es lo que me parece más precioso. Él fue mi amigo, mi confidente, mi levantador de ánimo oficial, catador de ropa, evaluador de parejas, pareja cuando había alguien insistiendo, amigo gay si hacía falta, protector, hijo, hermano, padre… Daniel fue todo y lo sigue siendo, solo que en otro plano. 

Cuando tuve 2 trabajos se quedaba en el teléfono conmigo durante la madrugada para asegurarse de que no me durmiera y entregara los contratos a tiempo. Me reclamaba por experimentar con energéticos ya que nunca los había usado hasta esa época. Me cantaba y me hacía cantar con él estilo karaoke para mantener activa la única neurona que no se había dormido a esa hora. Me preguntaba cuándo iba a dejar mi miedo a los hombres y finalmente arriesgarme a tener una relación seria de nuevo… Me cuestionaba siempre que decía que no podía, preguntándome si era que no estaba lista o si no quería. Me preguntaba sobre el futuro, sobre los planes, sobre mi casa, mis hijos, mis perros, mis loritos y todos los animales que sueño tener. Nunca me detuve a pensarlo, pero creo que él me conocía mejor de lo que alguna vez yo podré conocerme a mí misma. 

El día en el que recibí la llamada… ese día el mundo se me vino abajo. 

Nada te prepara para perder alguien, pero claramente nada te prepara para perder a alguien menor que tú y tan de repente. Perder a mi tía por covid fue difícil y dolió mucho, pero fue progresivo. Cuando se fue no dolió menos, pero vivíamos en constante alerta. Con él… 

Él simplemente se fue. 

Su dolor duró meses, pero supo ocultarlo de mí. Comenzó en diciembre, paró, después volvió, una ida al médico, reposo, médico y cirugía. Todo en completo silencio. ¿Por qué no me dijo nada? ¿No me quería preocupar? ¿Por qué podía pasar horas escuchándome quejarme del trabajo sin decir ni una palabra? 

Quiero culparlo, pero no puedo, porque las últimas 3 veces que fui a emergencias solo le conté a mis papás cuando me dieron el alta. No quería preocuparlos, no quería que se comieran la cabeza pensando que su hija estaba mal a kilómetros de ellos sin poder hacer nada. Quiero culparlo, pero no tengo moral. 

Estaba en el trabajo cuando mi mamá me mandó un ‘‘llámame’’ sin más, solo llámame. Ella sabía que yo estaba en el trabajo, así que algo había pasado. Tenemos códigos y no los rompemos a menos que sea necesario. 

Recuerdo que su voz era baja y trabajada, como si estuviera midiendo cada letra de cada sílaba de cada palabra. Mi corazón se saltó algunos latidos y solo pude preguntar ‘‘¡¿Qué pasó?!’’. Las palabras que le siguieron son un borrón en mi memoria. Escuché que dijo ‘‘José Daniel’’, ‘‘cirugía’’, ‘‘complicación’’ y ‘‘su corazón no lo soportó’’. Pregunté 5 veces de cuál José Daniel estaba hablando, porque claramente no era el mío, no podía ser él. Me repitió sus dos apellidos las mismas 5 veces y aún así yo no entendía… ¿Será que ella enloqueció? Mami, háblame. Dime la verdad. ¿Qué José Daniel? Un error lo comete cualquiera, ¿verdad? A lo mejor lo confundieron, ¿verdad? ¿Mami? ¡¿Mami?! 

Lo siguiente que supe era que estaba sentada en el piso, llorando como nunca jamás, con tanto dolor que mi propio corazón no lo soportaba. En todos los dramas médicos que veía en televisión siempre explicaban que al familiar del paciente hay que hablarle con palabras claras. No es un ‘‘se nos fue’’ o ‘‘ya no está más con nosotros’’: es ‘‘se murió’’. Después de no entender nada, mi mamá dijo ‘‘hija, Daniel se murió. No pudieron hacer nada’’. Más gritos, más dolor… más de todo y menos de él. Sentía cómo se me iba. Manos me tocaban, voces me pedían que respirara, unos brazos me levantaron y me pusieron en pie, me dejaron llorar, me llevaron al baño, me lavaron el rostro, me tomaron la tensión, me dieron té… Todo lo que en sus mentes podría ayudarme. Les agradezco tanto por eso. 

Me sacaron a ‘‘tomar aire’’. Siempre me pareció una expresión tan vacía, ¿no se supone que tomamos aire durante toda nuestra vida? Cuando me senté en aquel muro improvisado entendí lo que significaba. Era un aire en la cara, un aire que te recuerde que todo pasa, un aire que te limpie un poco el dolor, que te alborote el cabello y te distraiga. Mi mamá estaba todavía en mi oreja llorando con la misma intensidad que yo y pidiéndome que respirara, que no me apagara. Me dijo que una tía iba a buscarla para ir al funeral y acompañar a la madre que estaba sintiendo el dolor más grande e impensable de su vida y yo, en medio de mi desvarío, le dije ‘‘¿y quién me viene a buscar a mí?’’. 

En esa pregunta sin respuesta entendí el dolor que mi primo sintió hace tantos años cuando mi tía, la hermana mayor de mi mamá que nos había ayudado a criar a casi todos, murió. Las ganas de salir corriendo, dejarlo todo atrás, solo para decirle adiós de cerca… El desespero, el corazón apretado, la sensación de desmayarse aún estando consciente. Lo sentí todo, ¡y cómo dolió! 

Quise dejarlo todo por él, irme corriendo y verlo aunque fuese un solo segundo, pero yo sabía que ese ya no era mi Daniel. Mi Daniel se había ido, solo quedaba su carcasa, el traje que usó mientras estuvo aquí. Mi Daniel ahora dejó de estar en un lugar para estar en todos a la vez. No lo entendí ese día ni el día después, pero eventualmente él me lo hizo saber. 

No quise comer, no podía dormir, no quería levantarme de la cama, no quería que nadie me hablara, ni me diera el pésame ni nada. No quería a nadie. Solo quería que el dolor se fuera de paseo un rato. Quería dormir, quería llorar, quería simplemente apagarme y dejar de sentir. 

Recordé la plumilla que me dijo una vez que quería tener cuando se fuera ‘‘para poder tocar arriba’’ e hice que mi mamá se la pusiera en el ataúd. No quise verlo y mi mamá entre lágrimas me pidió que no la hiciera verlo… Se fue, Elvimar. Se fue. Solo estamos cuidando de su carcasa como señal de respeto, pero él, lo que lo hacía él, ya se fue. 

La vida terrenal de José Daniel Guadama Prada se apagó el 2 de marzo de 2024 a los 26 años, 6 días antes de mi cumpleaños número 28. No recibí un video de él cantándome ni un audio deseándome feliz cumpleaños a las 12 ni una foto con una cerveza diciendo ‘‘esta va por vos’’… Nunca pensé que me haría tanta falta. 

Desde el día en el que se fue me mandó un montón de señales: canciones, mensajes exactos de personas aleatorias, imágenes… Y cuando finalmente dejé de llorar con desespero, me visitó. Daniel vino a mí en un sueño, igual como siempre acordamos, a decirme que estaba en paz, que no sentía dolor y que quería que le dijera a su madre que él estaba bien. Sentí su mano apretar la mía y un brillo naranja que me atrapó: el color de nuestro movimiento de la iglesia. Cuando desperté salí corriendo a llamar a mi mamá y, mientras le contaba, mi novio me dijo que no había querido hacer ningún comentario porque no estaba seguro de cómo iba a reaccionar, pero que durante la madrugada había sentido a alguien a mi lado. Lloré de nuevo entre sonrisas y le dije que para mí y los míos nada de esto era extraño. Dios simplemente nos hizo así, con un cable del otro lado que nos permite recibir señales. 

Tengo el cuarto lleno de tara-brujas (mariposas nocturnas) que siempre han llegado a mí después de que alguien cambia de paisaje, comprobando una vez más que el amor no conoce de distancias, de planos ni de tiempo. 

Te amaré siempre, hermano mayor-menor, y ahora más que nunca te llevo conmigo.

Gracias por tu vida en la mía, por ser tú, por escucharme, por llorar conmigo, por celebrar mis victorias, por levantarme el ánimo cuando lo tenía en el subsuelo, por recordarme mi valor y por enseñarme todo lo que sé de futbol. Dale un beso a mis hijos cuando a Dios le toque mandármelos, por favor. Les contaré que tienen un tío maravilloso que siempre habló de ellos años antes de nacer. 

A todos mis hermanos migrantes, no están solos en su dolor. 

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