Cuando me convertí en migrante me di cuenta que cada amanecer es más importante. 
Que una lágrima derramada vale más que cien. 
También descubrí que el valor de las cosas no se mide por su peso real,
 se mide por la carga emocional que te proporciona. 

Por: Ana Monges

Me voy. Fue esa la última frase que dije en mis tierras. Todo esto dicho con mucha veracidad. Lo más difícil de emigrar no fue decidir que me iba.  Salir y mirar atrás es lo más arduo. He aquí cuando me doy cuenta que los hechos valen más que las palabras. Que la acción pesa más que la promesa, que la vida misma, está hecha de circunstancias. La mía fue emigrar, la historia comienza así: 

Todo ocurrió en febrero de 2016. Llovía. Y el soplar de los árboles de mi patio tras la sacudida de la brisa me inundaba el alma de todo tipo de tristezas. En casa, como cualquier otro domingo estaba mi familia a la espera de un ‹‹no›› rotundo. De que, por primera vez, en mis 23 años de vida, me retractara ante tal decisión. ‹‹No te vayas›› me decían aquellos ojos hundidos llenos de tristeza y desolación. Pedían a gritos que desordenara esas dos maletas en las que ni por todo el oro del mundo ellos hacían lugar. Pero entonces decidí seguir. Sentía de alguna u otra forma que debía avanzar. Aquel camino que aún no había explorado me advertía a gritos que algo bueno llegaría. Que después de pasar tristezas y desconsuelos llegaría el día en que vería mi luz. 

Lo más triste de todo siempre son las despedidas. Esas donde levantas el brazo y agitas la mano en señal de hasta luego. ¿Pero hasta cuándo sería el mío? Al emigrar piensas que ya no habrá retorno. Que el camino por recorrer sigue hasta llegar a una victoria primorosa, gloriosa, profunda. Dejas atrás a un núcleo de personas que vieron tus ojos desde el primer momento en que se abrieron.

 También dejas lo más sagrado del mundo, una madre que a pesar de la distancia te espera y no desiste. Que, aunque pasen años seguirás siendo algo maravilloso para ella. 

Camino rápido entre un centenar de personas con otro idioma, con otro físico, con otras creencias. Miro el mundo más grande, donde las casualidades no existen, donde una sonrisa puede ser verdadera o falsa. Vago sin rumbo por un mundo ajeno, extraño. Pero, de todo ello quedan cosas maravillosas.

En mi ser, nace una nueva unidad que me llena de anticuerpos. Sí, esos anticuerpos vienen cargados de esperanzas, y son esas expectativas las que me motivan a seguir, a ser mejor persona, a no olvidar aquellas tierras cargadas de belleza que dejé atrás.

Entonces comienzo a crecer, y no solo crece mi cuerpo, también crece mi corazón y mi espíritu. Me doy cuenta que la vida empieza a volverse más nítida, más profunda, más real. Y entonces queda salir adelante con lo que ahora tengo. ¡Yo misma! 

Si me preguntan ahora mismo lo que se siente ser inmigrante les diría que es difícil, pero conforme pasen los minutos cambiaría de opinión, hablaría de los cambios positivos que acarrea; de la progresión, de la evolución, de lo bien que se siente entrar en una realidad que no muchos pueden explicar (solo el que la vive puede hacerlo).  Simplemente le manifestaría a mi interlocutor que ser emigrante es una aventura. Que como toda aventura tiene sus riesgos, y que como ya sabemos, una vida sin riesgos es una vida que no vale la pena ¿por qué entonces cómo aprenderíamos? ¿Cómo sabríamos qué se siente evolucionar?

Para ser honesta yo me siento entre las nubes, y justo ahora las estoy viendo. Viven libres. Sueltas en su propio paraíso. ¿Y quién crees que se lo ha creado? La respuesta es fácil, son las nubes las que forjan su propio espacio en el firmamento. Son ellas las que con obediencia les piden a las estrellas que las dejen estar en el cielo. Y ellas, con majestuosidad, desaparecen unas horas para hacerlas volar, sabiendo que en la noche ellas volverán a brillar en el mismo lugar. 

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Así somos todos los que emigramos, reclamamos un poco de espacio en un lugar ajeno, no para quitarle espacio a otros, solo para encontrarnos con nosotros mismos, por emprender un bonito camino hacia lo majestuoso. Un camino espiritual que durará para toda la vida. 

Yo agradezco ese día en que dije ‹‹Me voy›› no porqué dejaba a mi familia, no porqué dejaba mi vida, no porqué dejaba mi país. Lo hice porque esa acción fue lo mejor que pudo suceder en mi vida. 

Aprendí a ser resiliente, asimilé ver la vida con optimismo, crecí y lo mejor de todo; aprendí a no rendirme. Este escenario me enseñó la lección más bella del mundo. Emigrar no es malo, adaptarse es difícil, pero, después de aquel viaje tan largo aprendí lo que hoy me mantiene en pie: hay que seguir adelante. Cada obstáculo es una maravillosa forma de progresar y de creer en nosotros mismos. Este ha sido el viaje más largo de mi vida, pero definitivamente el que más enseñanzas ha dejado en mi camino. 

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3 respuestas a “El viaje más largo.”

  1. Ser.emigrante, no es nada facil. Cada minuto es una angustia..porque no se sabe, qué es seguro ..ni qué vendra. Pero es una aventura de deporte extremo. Sigamos adelante.

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    1. Avatar de Diáspora Venezolana
      Diáspora Venezolana

      Siempre hacia adelante.

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  2. ¡Wow, impresionante! Pero el futuro espera…

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