Vie. Jun 2nd, 2023

Irse, volver y regresar.

Con los años, vuelve la nostalgia, morriña, como la llaman los gallegos y es de uso común en la península, saudade, que la llaman los portugueses, y uno se empeña en volver a Venezuela. Las primeras visitas son de alegría y reencuentro; y en mi caso, en 2001 volví después de cuatro años de ausencia y encontré un país que ya no se parecía al que había dejado pero que conservaba muchos de los afectos y los espacios intactos.

Este texto fue publicado originalmente en el libro Pasaje de ida (Caracas, Alfa, 2013) que reúne los trabajos de 15 escritores venezolanos residentes en el exterior, compilado por Silda Cordoliani

Por Juan Carlos Chirinos

1. Medio limón, esa diferencia

La primera vez que tuve consciencia de que ya no estaba en Venezuela ocurrió a las dos de la mañana en un bar de Salamanca. Todavía el jet lag ejercía sobre mí el influjo del insomnio, y sin pensarlo dos veces, me puse una chaqueta y salí a caminar por la ciudad que sería mi casa en los siguientes cuatro años. Era 4 de mayo de 1997 y Venezuela aún no sabía lo que se avecinaba, aunque lo anhelaba secretamente.

Pensándolo desde este futuro tan lejano, fue un acto muy irresponsable salir a la calle de madrugada, acostumbrado como estaba en Caracas a esperar las primeras luces del día para salir, o a caminar cortas distancias desde mi casa en la esquina de Colimodio, con mucho cuidado de no tropezarme con ningún malandro. Tal vez la novedad, el aturdimiento, el trastorno, como llamaba una amiga venezolana a ese período de adaptación que duraba varios meses, me empujó a la calle de madrugada buscando algo que hacer, buscando conocer la noche de una ciudad que me olía raro y que desconocía completamente. Qué emocionante es caminar por un lugar nuevo y qué curiosa es la sensación, cuando ya nos hemos apropiado del espacio, que se conserva de esas primeras aventuras: Cada calle nueva, cada espacio nuevo es un universo de la percepción.

Así que después de deambular por las intrincadas calles salmantinas, atestadas de estudiantes cantarines y borrachos, después de llegar a los límites de la ciudad, hasta un mirador desde donde se ve el río Tormes y el puente romano (más tarde entendería que había llegado hasta el así llamado “Huerto de Calixto y Melibea”), entré en un bar, con ganas de sumarme a la fiesta. En la barra pedí un ron con coca-cola; y cuando me lo llevé a la boca, algo se atravesó entre mi lengua y el apreciado líquido: media rodaja de limón que flotaba entre los hielos.

—Este vaso está sucio –me quejé al barman, o camarero, como se le llama en España.

Y el camarero, indignado o sorprendido, me espetó un contundente “¡eso es así!” con la cariñosa brusquedad castellana a la que poco a poco me iría acostumbrando y por la que desarrollaría gran afecto, por su limpidez y honestidad; también porque se me asemejaba a las adustas maneras andinas que también son parte de mí.

Media rodaja de limón en un vaso de ron con coca-cola. Ese fue mi primer tropiezo intercultural, el primero de decenas a los que hay que habituarse cuando vives lejos del país donde has nacido.

Pequeñas diferencias que te van alejando poco a poco de tus raíces, pero que al mismo tiempo las subrayan. Pequeñas diferencias que te hacen más venezolano cuando aprendes que no puedes tocar la fruta antes de comprarla, y que el pan no es del día y te lo dan en la mano y sin bolsa; diferencias que te dicen que ya no estás allá cuando las monedas tienen otra textura y huelen diferente, cuando para decir «hola» dices «hasta luego», cuando el almuerzo es a las dos y vas andando a todos lados.

Desde luego que todo cambia; y en España, como compartimos la misma lengua y en teoría compartimos parte de la historia, las diferencias parecerían poco importantes. Pero justamente por lo cerca que se hallan las dos idiosincrasias, es por lo que suelen chocar más entre sí, y sin que uno se dé cuenta. El mundo se ve de la misma manera, pero los matices se convierten en lo más importante.

¿Cómo puedes llegar a un acuerdo con alguien que dice coger en vez de agarrar, pinza en vez de gancho, ordenador en vez de computadora, que come a las dos en vez de almorzar a las doce, braga en vez de pantaleta, coche en vez de carro, sandía en vez de patilla y al cambur lo llama plátano? Con los años, la cosa empeora, eso es lo curioso.

Y hay una razón, de la que hablaré más adelante.

2. Andrés Bello, ese desconocido

Así pasan los años y te vas acostumbrando a tu nueva realidad y a que la realidad que has dejado a diez mil kilómetros llega a ti a través de los periódicos, las visitas de los amigos y los cocossettes y los diablitos y los torontos y demás chucherías que llegan a ti como dones de ultramar, preciados ahora que están tan lejos.

Pero esa realidad lejana, por lejana, se hace más nítida en tu cabeza. Lees todos los periódicos que te encuentras, estás atento a los detalles sobre tu país, eres más sensible ante cualquier ataque y lo defiendes con voracidad –de 1997 a hoy, Internet y la red 2.0 se han convertido en el camino más corto para estar en cualquier lugar; pero al principio, todo era más precario y aislado, apenas el correo electrónico y unos cuantos periódicos en la red; los diarios impresos aún imponían su verdad de tinta y papel–.

Uno se acostumbra, y se da cuenta, de que no solo es un venezolano fuera de Venezuela, sino que se convierte, para cada español u otro extranjero que conoce, en la imagen de todo el país, así que la manera como te comportes será, generalmente, la impresión que esa persona se lleve de los millones de venezolanos que, inocentes, hacen su vida fronteras adentro. Parece un chiste, pero es una circunstancia a la que hay que ponerle mucho cuidado; es una responsabilidad que hay que llevar con prudencia y sin fanatismos.

Por ejemplo, una vez, una chica argentina que ejercía cierto cargo de importancia en la universidad me lanzó una pregunta que hasta este momento no sé si fue inocente o llena de inquina: «¿Pero quién es ese Andrés Bello, de verdad fue tan importante?»; y el recordado profesor Domingo Miliani una mañana nos contó divertido que había desayunado varios días con un profesor español de Física en el Palacio de Fonseca, residencia de profesores invitados, y que este, ya en confianza, le había preguntado de dónde venía. Y cuando Miliani le dijo que era venezolano, el físico, admirado, le había dicho: «¡Pero qué bien habla español!».

Ante situaciones de esta naturaleza hay que cuidarse de la reacción inmediata. Suponemos que el otro nos conoce tan bien como nosotros, y que nosotros conocemos al otro satisfactoriamente, pero eso no es necesariamente así. De hecho, casi nunca es así, pues un día descubrimos que el otro y el mismo ocupan idéntico lugar.

Y hay una razón para eso, de la que hablaré más adelante.

3. Hablar normal

Con los años, vuelve la nostalgia, morriña, como la llaman los gallegos y es de uso común en la península, saudade, que la llaman los portugueses, y uno se empeña en volver a Venezuela. Las primeras visitas son de alegría y reencuentro; y en mi caso, en 2001 volví después de cuatro años de ausencia y encontré un país que ya no se parecía al que había dejado pero que conservaba muchos de los afectos y los espacios intactos. Y cuando pensaba que había vuelto, que estaba entre los míos, no tardé en encontrarme con la incomprensión bajo la forma de un tú no puedes opinar porque tú no vives aquí.

La brusquedad del camarero salmantino que en 1997 me regañó porque no sabía que en España al ron –y a casi todas las bebidas, menos a la leche, en realidad– se le pone media rodaja de limón, había caído sobre mí en mi propio país en forma de reproche porque ya no estaba, porque estaba fuera, porque ya no era uno de ellos; y yo pensando que había mantenido el contacto-intacto, incluso porque colaboraba regularmente en la prensa nacional.

Algo, evidentemente, se había quebrado, aunque no quisiera verlo, aunque exigiera mi derecho a seguir siendo venezolano, escritor venezolano, ciudadano venezolano. Y si no era así, ¿en qué me estaba convirtiendo, si tampoco podía decir que era español? Siempre he dicho, cada vez que me han preguntado por mi condición fuera de Venezuela, que lo que comenzó como un viaje de estudios –había llegado a Salamanca gracias a la beca-crédito de la Fundación Ayacucho– se había ido convirtiendo con los años en una experiencia de emigración –después de casi dos décadas, ya estoy establecido en Madrid– y que, si las cosas seguían como iban (espero que en el momento en que lees esto, lector amable, ya no sea así) se transformaría en una experiencia de exilio, pues ya no podría ir a mi Valera natal sin temer lo peor.

Pero el asunto es menos dramático, pero más perturbador, de lo que pensaba: No es una experiencia de estudios-emigración-exilio, sino algo más complejo.

Es irse, volver y regresar.

Las diferencias y coincidencias a las que he tenido que adaptarme viviendo en España y visitando Venezuela tienen en esos tres verbos un eje que podría explicar cómo ha ido evolucionando mi percepción del mundo y cómo ha afectado al aspecto más importante de mi profesión. En una ocasión, antes de una nueva visita a Venezuela que ya se demoraba demasiado, una buena amiga gallega me hizo sin mala intención una pregunta que me ha puesto a pensar detenidamente en todo esto de lo que he venido escribiendo y de aquello que a propósito he eludido. Mi amiga, cultísima, gran lectora y mejor conversadora, con un incisivo humor que refresca los entrañables encuentros, me preguntó, antes de irme: “¿Cuántos años llevas viviendo en España?”, y cuando le contesté los años que tenía viviendo en España, respondió como el rayo: “¡Pero todavía no hablas normal!”.

Normal.

Sí, no hablaba normal en Madrid, como tampoco hablo normal en Caracas y, mucho menos, ya no hablo normal en Valera. ¿Qué hablo, entonces? ¿Qué koiné es esta que me hace diferente en el país donde vivo desde hace años y en la ciudad donde me formé y en la que nací? ¿Qué es esta koiné con la que me comunico todos los días?

Pensé mucho en esto y he ratificado una conclusión preliminar que ha afectado desde hace tiempo todo lo que escribo y que seguirá haciéndolo inevitablemente y aunque no lo quiera yo, ni lo quiera mi querida amiga gallega que me quiere oír hablar normal.

4. La luna en equilibrio

Uno es el otro. Uno lee esta frase mientras estudia en la Universidad y de inmediato recuerda a sesudos y complejos pensadores como Foucault, como Mayz Vallenilla, como Briceño Guerrero, como Paz. Pero no, es más simple; uno es el otro y lo descubrí en dos movimientos, a lo largo de estos años. Varias veces me han preguntado, a veces con cariño, a veces con resentimiento, “y tú, ¿cuándo regresas a tu país?”, y yo he contestado divertido que si ya me estaban echando, que yo era como el gato Silvestre, que se agarra con las uñas al colchón y que nadie me sacaría de este país; pero también me he descubierto en Venezuela diciendo “cuando regrese a España…”, y es ahí cuando te das cuenta de que vives en un país: Cuando no vuelves, cuando regresas. El hogar está donde uno regresa, y cuando eso se hace evidente, no hay más nada que hacer. En un momento de estos quince años Venezuela dejó de ser el lugar donde regresaba para convertirse en el lugar a donde volvía; pero también España, con los años, ha adquirido esa doble condición, a donde regreso, y a donde vuelvo.

Los lazos y puntos de encuentro con ambos países son para mí ineludibles, y no tiene sentido que reniegue de mi venezolanidad como ya no tiene sentido que oculte mis apetencias hispánicas y mis costumbres adquiridas, que de hecho disfruto de la misma manera como disfruto las que ya traía de Venezuela. Una buena paella no le quita el puesto a un hermoso pabellón; y un Ribera del Duero bien escanciado no debilita la deliciosa textura de un ron añejo: Mi lengua los quiere a los dos, los desea y los espera.

Eso, la lengua.

Al darme cuenta de este detalle fundamental, supe dónde estaba la raíz de mi nueva percepción.

Una madrugada, regresando a mi casa de Salamanca por el medio de la calle, alcé la vista y vi la luna en cuarto creciente y tuve una experiencia deliciosa: Descubrí que la luna estaba en una posición distinta a como estaba en Caracas y recordé que nuestro profesor de Gramática de la Universidad Católica Andrés Bello, un sabio llamado Jesús Olza, s. j., nos había comentado que nuestra mirada a veces era más europea que venezolana porque, por ejemplo, los calendarios lunares dibujaban a la luna como se ve en Europa, no como se ve en Venezuela. Y cuando vi la lunita salmantina haciendo equilibro sobre una de sus puntas recordé las palabras del padre Olza y constaté emocionado que, otra vez, tenía razón. Qué suerte tuve, por cierto, al haber tenido a semejante portento de la lingüística como profesor.

Pues eso mismo ha ocurrido con la manera como hablo; se ha ido transformando con los años, se ha ido adaptando y, como la luna, hace un frágil equilibrio entre lo que percibo y lo que interpreto; y el resultado ha sido, ¡oh, sorpresa!, otro sincretismo.

Cuando llegué a España a vivir, aparte del tiempo y los libros que gané para mi carrera de escritor que sigue hacia delante, con más o menos tropiezos, el tesoro mayor de mi emigración ha sido presenciar la transformación de mi propio lenguaje, esto es, de mi propia percepción del mundo.

Una vez le comenté al crítico Víctor Bravo que ya no podía, como tantos escritores latinoamericanos que viven aquí, escribir puramente como venezolano, o como español; que sí, que había como un español distinto, un español koiné, que era mezcla también de lo que oigo en España cada día y de lo que traje de Venezuela (de Valera y de Caracas, sobre todo), pero que en todo caso hacía tiempo que me había rendido a la evidencia y que había dejado de luchar: Ahora hago cuentos y novelas y biografías –o esto mismo que voy escribiendo– y no me detengo a pensar si se dice coche o carro, plátano o cambur, braga o pantaleta, salvo que sea en beneficio de la coherencia interna del texto. Nadie habla normal o todos hablamos normal. Escoja el lector.

Por mi parte, solo puedo decir que la anormalidad lingüística es el sello de mi mundo y de lo que escribo desde hace años. Y no hay rodaja de limón ni luna inclinada que pueda cambiar eso.

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