Por: Elvimar Yamarthee

Una vez, hace como cinco mil años, en un mundo sin pandemia, escuché el término ‘‘culpa del sobreviviente’’. Este término era usado para explicar de cierta forma la sensación de desconcierto y culpa con la que volvían los soldados estadounidenses de Irak después de perder parte de su equipo. Nunca pensé que años después me sentiría de esa forma sin haber ido a la guerra.

Somos seres humanos y dudar es parte de nuestra naturaleza. Nos preguntamos constantemente el porqué las cosas ocurren de la forma en que ocurren, aún cuando no, aún cuando sí, aún cuando más o menos. Nos criticamos, nos culpamos, nos golpeamos con el terrible ‘‘y si…’’, nos cuestionamos decisiones aún sabiendo que en su momento nos parecían las correctas.

Nos comparamos unos con los otros desde siempre porque es lo que aprendemos a hacer desde pequeños. Nos preocupa que Mateo no haya caminado al año cuando Verónica a los 10 meses ya corría. Nos intriga saber por qué Alejandra con su maestría no consigue trabajo si Paola aún no termina la licenciatura y ya es gerente. Vamos por la vida comparando situaciones y, en medio de todas esas, nos preguntamos quién merece más que el otro.

Es ahí cuando nos sentimos jueces y verdugos. No nos enfocamos en el éxito de uno, sino en el fracaso del otro. No exaltamos las millones de cosas buenas de alguien sino la única mala por la que merece ser condenado. Nos creemos con el derecho de decidir quién la pasa bien y quién la pasa mal basándonos en criterios inventados por nosotros mismos porque, mi querido amigo, no hay peor juez que el que te devuelve la mirada en el espejo.

Nos preguntamos por qué unos mueren y otros no. Pensamos que lógicamente el ‘‘malo’’ es el que debe pagar cuando, en realidad, las decisiones nunca son nuestras. Ojalá algún día podamos entender eso.

El covid es horrible. Pensar que puedes quedar totalmente aislado de tu familia, sin poder respirar por tu cuenta, sin poder despedirte, sin poder tocar a nadie, sin poder siquiera levantarte por tu cuenta.

El covid es horrible.

Hace unos meses tuve neumonía y me llevé el susto de mi vida. Como persona de riesgo (difícil de creer con la edad que tengo), tuve que cuidarme el triple que la gente normal. Cada vez que estornudaba mi corazón se detenía medio segundo al considerar que podría no ser un resfriado. Comencé a ver mi sinusitis permanente como la mayor debilidad en todo mi cuerpo, hacía ejercicios de respiración varias veces al día para monitorear mi capacidad pulmonar, me pasaba tanto alcohol por las manos que probablemente jamás vuelva a tener huella dactilar. Hacía todo para sentirme en control de la única situación que era incontrolable para un planeta entero, así que el día que inesperadamente no conseguí respirar entré en pánico.

Estuve horas intentando calmar la taquicardia que me tenía mareada mientras sentía que el aire difícilmente llegaba más allá de mi garganta. La cabeza me daba vueltas y solo podía llorar en silencio esperando que pasara. Intenté por todos los medios, pero la ida al hospital era inminente. Todavía llorando, me subí al taxi dejando a mi acompañante dar la dirección porque yo con mucho trabajo logré dar los buenos días.

La atención fue más rápida de lo esperado, lo que, uno, podía significar que había pocos pacientes en ese horario o, dos, que era más grave de lo que imaginaba. No quise pensar mucho en eso y expliqué mi historia médica lo mejor que pude con palabras cortadas y respiraciones poco profundas. Gracias, Diosito, porque aún en otro idioma pude darme a entender cuando ni siquiera podía escuchar mi voz encima del latido de mi corazón.

Una hora y media después de haberme dado supuestamente los medicamentos que me harían sentir mejor, los síntomas volvieron con más fuerza que antes. Una demora en la activación de una máquina era lo que me tenía milagrosamente aún en la sala de espera. Lo siguiente que supe es que el médico, bastante alarmado luego de medir mi oxigenación en sangre, me llevaba al área de observación para colocarme oxígeno y monitorear mis signos vitales. Estaba angustiada, desesperada, sin tener idea de qué me pasaba, con la esperanza de salir tan rápido como había entrado.

En medio de ese torbellino, en un llanto constante por los nervios, entre cinco enfermeras que no conseguían ponerme una vía, una intentando sacar una muestra de sangre de otro lugar para medir oxigenación de nuevo, otra preguntándome cosas para distraerme, otra diferente intentando inyectarme lidocaína para calmar el dolor, y en medio de todo eso, una parte de mi cerebro se preguntaba ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora?

Nunca me he preguntado por qué a mí en plan poderosa e intocable, sino más bien en plan qué debo sacar de esto. De cada enfermedad, infección, dolor o malestar he sacado algo. En unas aprendí a cuidarme más, en otras entendí que a lo mejor mi método no era el correcto y en casi todas aprendí a escuchar más a mi mamá y que a lo mejor no me estaba sobreprotegiendo al pedir extra repelente o extra protector, sino que estaba cubriendo la cuota de protección que yo estaba omitiendo deliberadamente.

Después de casi ocho horas en observación finalmente mi cuerpo pareció volver a donde debía y el diagnóstico que tanto me temía nunca llegó, aunque el que vino en su lugar no me preocupó menos. Tener neumonía en medio de una pandemia que casualmente ataca vías respiratorias no es nada tranquilizante, pero me hizo ver que la situación era más real de que lo uno puede imaginar en un principio. Usé por primera vez en siglos una cánula de oxígeno porque mis pulmones decidieron que era una buena idea trabajar a media marcha. Fui inyectada más veces de las que puedo contar y lloré de dolor más veces de las que me gustaría admitir. Nunca me sentí más sola aún cuando mi acompañante estaba en la sala de espera y mi madre pegada al teléfono como si su vida dependiera de eso… y creo fielmente que dependía.

En el frenesí ocasionado por los esteroides quise comer pancito tostado y jugo. Volví a casa y vi por cuarta vez una serie a la que no le encontraba mucho sentido. Me vestí con los pantalones grises que me aprietan las pantorrillas y la chaqueta gris que heredé de mi prima con los huequitos para sacar los pulgares, además de las fieles medias fucsia de deditos que ya perdieron la elástica. Le detallé a mi amigo la sala de espera con la sillas negras, la sala amarillo mostaza de observación e incluso el tatuaje de flor en el brazo de la enfermera que me pasó el suero y me sostuvo la mano izquierda mientras la derecha era convertida en colador.

En la madrugada de ese día, cuando quedaba solo un poquito de la fórmula mágica en mi organismo, comencé a llorar de nuevo. Lloré en el silencio más doloroso que pude y los 2.675 escenarios posibles me inundaron la cabeza.

  • Mi acompañante le decía a mi mamá que me tenían que hospitalizar y aislar para descartar.
  • Mi acompañante volvía sin mí a casa porque me aislaron sin siquiera despedirme.
  • Mi nivel de oxigenación bajaba y debían intubarme.
  • Mis pulmones se cansaban y simplemente se detenían.
  • Mi examen daba positivo y me convertía en un número.
  • Mi examen daba positivo y me convertía en un número ROJO.

Lloré por miedo, por ansiedad, por desespero, por conocimiento, por desconocimiento, por falta de confianza en la máquina maravillosa que me mantiene viva, por falta de fe, por falta de fuerza, por falta de mi mamá para hacerme sopita, por falta de mi papá para sobarme la cabeza, por falta de mi hermano para decirme que me veo pálida y reírse… Lloré porque me estrellé con la realidad.

Eventualmente respirar se volvió más fácil y dejé de hacer ejercicios de respiración 12 veces por hora para bajar a una frecuencia considerable de 2. Sobreviví. Di la bocanada de aire que siempre daba al subir a la superficie después de ir al fondo de la piscina. Pasaron los días, las semanas y de repente pasaron meses. Mi miedo se disipó en un nivel general, pero la peor parte estaba por venir todavía.

Nada te prepara para recibir ese mensaje. Imaginar nunca es lo mismo que tener la seguridad. La gente te pregunta si conoces a alguien ‘‘a quien le haya dado’’ y al principio dices que no, pero luego te llueven los nombres. Comienza por el papá de un amigo, luego la tía de tu vecino, poco después la mamá de tu amigo del colegio, hasta que de repente es tu tío…y su esposa…y su hija, tu prima…y otra tía… Y sientes que alguien te jaló la alfombra debajo de los pies y caes en cámara lenta, a un ritmo constante que no te deja olvidar el inminente golpe.

Desde pequeña escuché siempre el chiste de ‘‘todos son ateos hasta que se está cayendo el avión. Ahí agotas todos los recursos’’. En mi caso, nunca fue así. Dios ha estado presente en cada etapa de mi vida y ha sido mi principal apoyo los últimos meses cuando regresé a casa igual que el hijo pródigo. Oré, pedí, supliqué, incluso razoné con Él y caí en el inmenso error de pedirle que sanaran ‘‘porque no lo merecían’’. ¿Eso qué significa? ¿Significa que alguien sí lo merece?

Llegó el primer mensaje. ‘‘Tu tía Elsa no aguantó. Se nos fue hoy. Tu tío no sabe porque desde ayer está sedado’’. Me paralicé. ¿Por qué ella? Ella, tan llena de vida, tan sonriente, tan cálida. Ella.

Tres días después, el panorama no era esperanzador. El día cuatro el siguiente mensaje llegó. ‘‘Tu tío Carlos ya fue a encontrarse de nuevo con Elsa’’… Mi corazón se rompió en todos los pedacitos que creí tener. Lo primero que pensé fue ‘‘¿por qué él?’’ y caí de nuevo en la historia del tío encantador que siempre fue y el amor inmenso que nos tenía a nosotros, pero el segundo pensamiento me enterró el puñal y me atravesó el alma. ¿Quién le dirá a mi prima? ¿Quién le dirá que siga luchando cuando sus dos padres murieron uno detrás del otro? ¿Quién le hará sopita y le sobara la frente cuando finalmente salga del hospital?

Me hundí. No tengo otra palabra. Tuve constantes actualizaciones de todos durante dos semanas y saber que no tendría más de ellos fuera de día pautado para cremación me tuvo en cama dos días. Intenté comer, dormir, incluso escribir, pero nada salió. Mi prima mejoraba a un ritmo lento pero constante, pero mi otra tía estaba cada vez peor.

Y cuando piensas que no te quedan piezas que romper, llega el tercer mensaje. ‘‘Antonieta se nos fue hoy a las 3 de la tarde. No pudo aguantar más’’. Lo perdí. Perdí el autocontrol, perdí la cordura, perdí el sentido, perdí todo. Por primera vez en una semana lloré a todos mis muertos con hipo, gritos y golpes. No recuerdo haber comido nada en por lo menos 24 horas. No recuerdo si tomé agua fuera de la necesaria para rodar la vitamina diaria que no puedo perder. No recuerdo haber hecho más que llorar en el hombro del que se ha convertido en mi hermano mientras hablaba de las navidades con la familia de mi papá y de las veces que tuve que explicar que mi tía Antonieta era mi tía porque la llevaba en mi corazón y no en la sangre.

Me despertaba llorando, me dormía sin ganas de hablar, me sentaba en el sofá a ver sin ver el teléfono. No estaba ahí. Simplemente no estaba. Estaba más allá, en un lugar donde no tuviese que preguntarme quién sería el siguiente, donde no tuviese miedo del próximo mensaje.

Y ahí fue cuando entendí a los soldados. Sí, yo era joven. Sí, todo ese blablá del futuro por delante. Sí, más posibilidades de sobrevivir. Sí, pero no. ¿Qué hacía yo aquí si ellos no estaban? ¿Qué criterios me permitían quedarme en lugar de ellos? ¿A quién llamaría mi mamá para contarle que me hice un nuevo tatuaje? ¿Quién le enviaría cadenas extrañas a mi papá por whatsapp? De repente, nada tiene sentido. Comienzas a mirar hacia adentro y piensas que no mereces estar aquí, sino ellos. El mundo se comienza a sentir vacío y te dices 50 veces que ellos lo hacían mejor.

Te culpas por no haber devuelto esa llamada, por no responder ‘‘jajaja’’ al video que enviaron, por no permanecer en contacto, por haberte ido del país sin abrazarlos. Te culpas por cosas que crees que debiste hacer cuando nunca estuvo en tu poder cambiar algo. Te preguntas si tu vida realmente es tan valiosa como para que te den la oportunidad de continuar y a ellos no.

Odio que me den el pésame. Odio que me recuerden que no los veré de nuevo. No odio a la gente que lo da, simplemente odio el recordatorio constante de que lloro por mi egoísmo al querer tenerlos siempre sin entender que su paso por esta vida terminó. Cuesta entender al principio que todos venimos al mundo con un solo boleto comprado: el de regreso. Cuesta procesar el hecho de que todos tenemos una misión y volvemos a la nave una vez que esta se completa. Tal vez su misión desde siempre fue dejar una huella en quienes los amamos y admiramos; cambiar el pensamiento de una sola persona, alegrarle el día a alguien en la calle, tender una mano a quien lo necesita o simplemente mantener la puerta de tu corazón abierta para el que necesita una dosis extra de empatía.

Si hay una cosa que una catástrofe mundial te enseña es a valorar el tiempo, a quienes te rodean y las oportunidades que tocan a tu puerta. Unos se lanzan de paracaídas, otros compran un boleto a ese destino soñado y otros gritan a los cuatro vientos los sentimientos que aún tienen guardados. Aprendimos que el tiempo es lo único que se va y jamás regresa, que los momentos mágicos son invaluables y que tenemos solo una oportunidad de encontrar nuestro camino porque hoy estamos y mañana quien sabe.

No sé si el dolor se mantiene o se transforma, solo sé que un día deja de sentirse. Un día miras hacia atrás y agradeces que, entre todas las personas del mundo, ellos te amaran, se preocuparan por ti, te apoyaran, te incentivaran. Un día agradeces con una sonrisa los consejos que escuchaste y no aplicaste, las veces que les sacaste la lengua y te devolvieron el gesto entre risas. Un día no duele, pero calienta el corazón. Un día que muchas veces no es hoy ni mañana, pero que llega.

En memoria de todos los que se nos adelantaron.

Una vida no será suficiente para extrañarlos.

Gracias por todo.

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