Por: Rubén Prez

Para empezar, en realidad nunca planifiqué irme en definitiva de Venezuela. Hasta el día que llegué a Estados Unidos, el plan era otro. Pero acá más o menos explico.

Verán, ya para 2015 y 2016, creo que en todos los círculos sociales se escuchaba, entre una que otra conversación, «Fulanito se fue del país». 

Hasta ese entonces, en mi caso particular, contando conocidos, amigos y familia, no se había sentido cerca, pero la crisis sí. ¡Oh sí!

Por tanto la idea de dejar el país, también rondaba como una necesidad profesional. 

Sin embargo, yo era contador colegiado con empleo fijo, beneficios, clientes además, casa propia, y otras ventajas que, a pesar de la situación me hacían sentir que al menos no estaba tan mal.

Me acostumbré a tener un estilo de vida que poco a poco fui ajustando y llega un punto en el que das prioridad a unas cosas sobre otras. 

Yo compartía muchísimo con mi hija. Al punto de que mucha gente creía que era padre soltero. 

Lo disfrutaba tanto que  esa  fue mi prioridad: Mi hija Sara

Proveerle alimentación, educación, salud, todo. 

Menos mal también cuenta con una mamá con todos los hierros.

En fin, en nuestra rutina siempre estaba salir por el vecindario a caminar, a los parques cercanos, a restaurantes, a cafés.

Siempre comprábamos comida, o algo para yo cocinarle, o dulces. 

Regresábamos a casa a ver TV, a jugar, a veces a hacer tarea, proyectos que le asignaban en la escuela. 

Algunos días se quedaba, otros había que llevarla de regreso con su mami.

Por suerte, vivían muy cerca.

Les comparto una foto de la Sara super contenta caminando a mi casa para compartir probablemente todo un fin de semana.

Para 2016 toda esta rutina se fue ajustando, cambiando, reduciendo, y por lo tanto me fui asustando.

Ya no era tan fácil sólo salir y comprar cosas. 

Las escasez con sus largas y fastidiosas colas y por otro lado lo costoso de las cosas.

 Por mucho que uno quisiera planificar era muy engorroso. 

Salir libremente por postres y un café se convirtió en una misión casi imposible.

Nadie quiere andar caminando, cansado, sudando y de paso con un niño aún cuando se que esa es una terrible realidad en Venezuela, para casi todo el mundo.

Era una misión casi imposible por el efectivo, por el taxi.

Digo taxi, porque también había que considerar LA INSEGURIDAD. 

Era cerca llevarla a casa, pero ya a cierta hora no había mas opción que llevarla en taxi. A veces volvía de noche caminando a mi casa por toda esa oscuridad para ahorrar, pero ya eran demasiadas cosas juntas y me aterraba que llegara a peor.

Ya tenía meses estudiando a qué país irme. ¿Qué necesitaba? ¿Cuáles documentos?, ¿Cuánto dinero necesitaba? ¿Por cuánto tiempo me iba? ¿Qué le diría a Sara? y todo aquello pero no tenía fecha. 

Supongo que por estar con ella prolongaba ponerle un día definitivo.

Uno de esos días de compartir con Sara, salimos como de costumbre a la Panadería mas cercana. Íbamos por postres para volver a casa.

Cola en la panadería, gente cansada, gente buscando el pan, gente pidiendo, gente obstinada, la panadería sin aire acondicionado. El escenario totalmente hostil.

Sara y yo, ya habíamos seleccionado el postre, un postre. Me alcanzaba para uno solo.

Pensé comprarme un café -no tenía ni para hacer en casa- pero no quise gastar mas. Mi pequeña me dice que quiere probar otro de los postres y me pregunta que por qué no nos llevamos dos.

Yo no le digo que no. Me hago el loco y le pregunto cuál (como que si ya no he decidido tajantemente que no simplemente porque no puedo). Ella lo señala.

Me quedo analizando el postre y me invento una excusa, y digo que mejor llevamos ese que ella quiere y dejamos el otro.

Sara, palabras mas o palabras menos, me dice lo siguiente: -Papi, está bien. No tenemos que comprar dos postres. Si no hay dinero, no importa. Llevamos uno solo o ninguno. Por qué mejor no te compras un café? Yo sé que te gusta y no has tomado hoy.

¡6 AÑOS! ¡SEIS!

Ok, tuve ese momento en el que sentí tanto. Ustedes saben padres que me leen, desde Venezuela o desde otros países. Ustedes saben.

Creo que me descubrió el estar titubeando si comprar una cosa o la otra, preguntar como tres veces ¿En cuanto el café? , y pues los niños son inteligentes. Además, seguro que Sara ya ha escuchado a adultos hablando de dinero/crisis. Igual su respuesta fue lo que uno dice: Un coñazo.

Le digo, obvio entre besitos, que entonces llevemos su postre y mi café. 

Contentos los dos.

Para esa fecha, un café grande en panadería llegó a costar 500 Bs que ahora serán,  ¡NI IDEA! Pero esa cantidad era un exabrupto. Recuerdo que fue un salto gigantesco de precio.

Algo que tenía en shock a todo el mundo (al menos en Puerto Ordaz) porque era como que gastar toda una quincena en una taza de café.

¡Una locura!

Pero Venezueling + Puerto Ordaz = Madness

Postre en caja, café to go, mi beba tomada de mi mano and let’s go.

De la panadería a mi casa, teníamos que cruzar dos avenidas. Una que separa Villa Bolivia de Villa Colombia, y la otra de Villa Colombia a Villa Central, donde estaba mi apartamento.

Ambas vías son bien concurridas, unos 3 centros comerciales, 3 clínicas, un mercado, varios supermercados, restaurantes, gente vendiendo en la calle, cachapas, arepas, empanadas, chicha, y pare de contar.

Puse el vaso de café grande sobre la caja del postre y allá fuimos.

Por supuesto que todo estaba escrito para que terminara en el peor de los desastres -el café estaba hirviendo- pero a Sara no la iba a soltar.

Caminamos prácticamente en cámara lenta. Esquivamos gente, cruzamos la primera avenida, un tramo y el otro, que nos costó mucho tiempo.

No podía tomar el vaso de café con la mano por lo caliente, no había otra opción. Sara era excelente directora: -Papi, ponte de este lado de la acera que por este viene un montón de gente.

Reíamos por supuesto, de tan lento que caminábamos-.

Superamos la primera avenida. Sara consideró que lo peor había pasado! Faltaba pasar un centro comercial y el mercado, pero podíamos cruzar la siguiente avenida antes de llegar a ese punto y caminar del otro lado de la acera y luego por detrás de los edificios. Nada podía fallar.

El plan iba saliendo a la perfección (Hasta ese momento)

De hecho, vimos la oportunidad de caminar de ese mismo lado sin obstáculos. Ahora nos faltaba sólo cruzar la avenida ya que de ese modo llegaríamos directo al edificio donde vivía, pues es el primero en esa esquina.

Cruzar esta segunda avenida nos tomó tiempo porque necesitábamos pasar cuando hubiese mas distancia entre un carro y el siguiente para un tramo y el otro, para pasar lentamente.

-¿Después del rojo?

-No, no. Ya va-

-Ah sí, allá viene otro muy rápido-

-Yo te digo-

-Después de este-

Ese era el momento. El último tramo. 

¡LO LOGRAMOS! 

Ya nos quedan un par de pasos para la acera en donde ya prácticamente está el edificio. Acelero un poco para «pisar home», noto que por el desagüe de esa acera hay aguas negras desbordadas, tomo a Sara con mas fuerza y SALTAMOS.

Bueno amigos, saltamos nosotros y saltó al café. 

El vaso terminó estrellado contra la pared del edificio donde vivía salpicando hacia nosotros.

Los dos tuvimos una reacción inmediata de: ¡NOOOOOOOOOOOOOOO!

Pero como los dos los gritamos al mismo tiempo, no pasó un segundo para que la reacción pasase a reírnos sin parar.

No se nos arruinó el día, nos hizo el día. Creo que reímos hasta el dolor de estómago.

Y les cuento que Sara tenía 6, hoy cerca de cumplir 12, todavía me dice: -Papi, ¿te acuerdas cuando se te cayó el café?-

Y reímos como si acabara de pasar.

Lo triste de esta anécdota es que me hizo reflexionar mucho. De lo que representaba ese café derramado para mí, para mi hija, y para el futuro de ambos.

A pesar de haber tenido ese final, todo aquello me asustó.

Esos días siguientes le puse fecha y compré pasaje.

Deja un comentario

Tendencias